El trabajo es la fuente de
toda riqueza, afirman los especialistas en Economía política. Lo es, en efecto,
a la par que la naturaleza, proveedora de los materiales que él convierte en
riqueza. Pero el trabajo es muchísimo más que eso. Es la condición básica y
fundamental de toda la vida humana. Y lo es en tal grado que, hasta cierto
punto, debemos decir que el trabajo ha creado al propio hombre.
Hace muchos centenares de
miles de años, en una época, aún no establecida definitivamente, vivía en algún
lugar de la zona tropical, una raza de monos antropomorfos extraordinariamente
desarrollada. Estaban totalmente cubiertos de pelo, tenían barba, orejas
puntiagudas, vivían en los árboles y formaban manadas.
Es de suponer que como
consecuencia directa de su género de vida, por el que las manos, al trepar,
tenían que desempeñar funciones distintas a las de los pies, estos monos se
fueron acostumbrando a prescindir de ellas al caminar por el suelo y empezaron
a adoptar más y más una posición erecta. Fue
el paso decisivo para el tránsito del mono al hombre.
Y puesto que la posición
erecta había de ser para nuestros peludos antepasados primero una norma, y
luego, una necesidad, de aquí se desprende que por aquel entonces las manos
tenían que ejecutar funciones cada vez más variadas. Cuando se encuentran en la
cautividad, realizan con las manos varias operaciones sencillas que copian de
los hombres.
Pero aquí es precisamente donde
se ve cuán grande es la distancia que separa la mano primitiva de los monos,
incluso la de los antropoides superiores, de la mano del hombre, perfeccionada
por el trabajo durante centenares de miles de años.
Por eso, las funciones, para
las que nuestros antepasados fueron adaptando poco a poco sus manos durante los
muchos miles de años que dura el período de transición del mono al hombre, sólo
pudieron ser, en un principio, funciones sumamente sencillas.
Los salvajes más primitivos,
incluso aquellos en los que puede presumirse el retorno a un estado más próximo
a la animalidad, con una degeneración física simultánea, son muy superiores a
aquellos seres del período de transición. Pero se había dado ya el paso
decisivo: la mano era libre y podía adquirir ahora cada vez más destreza y
habilidad; y ésta mayor flexibilidad adquirida se transmitía por herencia y se
acrecía de generación en generación.
Vemos, pues, que la mano no
es sólo el órgano del trabajo; es también producto de él. Unicamente por el
trabajo, por la adaptación a nuevas y nuevas funciones, por la transmisión
hereditaria del perfeccionamiento especial así adquirido por los músculos, los
ligamentos y, en un período más largo, también por los huesos, y por la
aplicación siempre renovada de estas habilidades heredadas a funciones nuevas y
cada vez más complejas, ha sido como la mano del hombre ha alcanzado ese grado
de perfección que la ha hecho capaz de dar vida.
La comparación con los
animales nos muestra que ésta explicación del origen del lenguaje a partir del
trabajo y con el trabajo es la única acertada. Primero el trabajo, luego y con
él la palabra articulada, fueron los dos estímulos principales bajo cuya
influencia el cerebro del mono se fue transformando gradualmente en cerebro
humano, que, a pesar de toda su similitud, lo supera considerablemente en
tamaño y en perfección. Y a medida que se desarrollaba el cerebro,
desarrollábanse también sus instrumentos más inmediatos: los órganos de los
sentidos.
El desarrollo del cerebro y
de los sentidos a su servicio, la creciente claridad de conciencia, la
capacidad de abstracción y de discernimiento cada vez mayores, reaccionaron a
su vez sobre el trabajo y la palabra, estimulando más y más su desarrollo.
En una palabra, la
alimentación, cada vez más variada, aportaba al organismo nuevas y nuevas
substancias, con lo que fueron creadas las condiciones químicas para la
transformación de estos monos en seres humanos. Pero todo esto no era trabajo
en el verdadero sentido de la palabra. El trabajo comienza con la elaboración
de instrumentos.
Son instrumentos de caza y
de pesca; los primeros utilizados también como armas. Pero la caza y la pesca
suponen el tránsito de la alimentación exclusivamente vegetal a la alimentación
mixta, lo que significa un nuevo paso de suma importancia en la transformación
del mono en hombre. El consumo de carne ofreció al organismo, en forma casi
acabada, los ingredientes más esenciales para su metabolismo.
El consumo de carne en la
alimentación significó dos nuevos avances de importancia decisiva: el uso del fuego y la domesticación de
animales.
Y el paso del clima
uniformemente cálido de la patria original, a zonas más frías donde el año se
dividía en verano e invierno, creó nuevas necesidades, al obligar al hombre a
buscar habitación y a cubrir su cuerpo para protegerse del frío y de la
humedad. Así surgieron nuevas esferas de trabajo y, con ellas, nuevas
actividades que fueron apartando más y más al hombre de los animales.
Gracias a la
cooperación de la mano, de los órganos del lenguaje y del cerebro, no sólo en
cada individuo, sino también en la sociedad, los hombres fueron aprendiendo a
ejecutar operaciones cada vez más complicadas, a plantearse y a alcanzar
objetivos cada vez más elevados. El trabajo mismo se diversificaba y
perfeccionaba de generación en generación extendiéndose cada vez a nuevas
actividades. A la caza y a la ganadería vino a sumarse la agricultura, y más
tarde el hilado y el tejido, el trabajo de los metales, la alfarería y la
navegación. Al lado del comercio y de los oficios aparecieron, finalmente, las
artes y las ciencias; de las tribus salieron las naciones y los Estados. Se
desarrollaron el Derecho y la Política, y con ellos el reflejo fantástico de
las cosas humanas en la mente del hombre: la religión.
El hombre, en cambio,
modifica la naturaleza y la obliga así a servirle, la domina. Y ésta es, en
última instancia, la diferencia esencial que existe entre el hombre y los demás
animales, diferencia que, una vez más, viene a ser efecto del trabajo.
Referencias
Tomado
de: Obras Escogidas de Carlos Marx y Federico Engels en Tres Tomos, Editorial
Progreso, Moscú, 1981,Tomo 3, pp. 66-79.